Compartimos otra interesante nota del amigo Matías Croce sobre una figura constitucional que sigue esperando su hora de despegue: el Defensor del Pueblo de la Nación en Argentina.
EL DEFENSOR DEL PUEBLO[1]
Por Matías CROCE
“Piensa que allí arriba la administración se muestra en su inextricable grandeza; yo creía tener una idea aproximada de ella antes de venir aquí –qué ingenuo era todo-, pero allí está la administración y Barnabás se enfrenta a ella, nadie más, sólo él, tan sólo que es digno de lástima, y representaría demasiado honor para él si no permaneciese encogido toda su vida en una oscura esquina” (Franz KAFKA, El Castillo)
SUMARIO: 1. Breve introducción: enfoque desde el cual opera jurídicamente el defensor del pueblo. 2. La división de poderes y el defensor del pueblo. 3. Antecedentes. 4. Características de nuestro Ombudsman. 5. Legitimación procesal. 6. Breve conclusión.
1. Breve introducción: Enfoque desde el cual opera jurídicamente el Defensor del Pueblo
El Defensor del Pueblo tiene como función la defensa y protección de los derechos humanos y demás derechos, garantías e intereses tutelados en
la Constitución y las leyes
[2], ante hechos, actos u omisiones de
la Administración; y el control del ejercicio de las funciones administrativas públicas
[3]. Es una Institución Nacional de Derechos Humanos siguiendo la categorización propuesta por la Asamblea General de Naciones Unidas (AGNU, en adelante), en el año 1993 por resolución 48/134, de conformidad con los llamados Principios de Paris, relativos a las
buenas prácticas que deben observarse en estas instituciones.
Si bien la figura había sido incorporada en el orden nacional
[4] con anterioridad a la reforma constitucional del año
1994, ha sido la constitucionalización de la institución en tanto “autoridad administrativa independiente”
[5] la que le ha otorgado mayor incumbencia y robustez orgánica a la misma; sumado a ello, la nueva matriz
axiológica-dikelógica incorporada a
la Constitución respecto de los derechos humanos, en general, y de los derechos de incidencia colectiva, en particular, ha potenciado el marco teórico dentro del cual deberá –ya en la práctica constitucional
[6]- arrostrar las consecuencias negativas o irregulares del accionar administrativo en desdén de la ciudadanía.
Antes de abordar con especificidad y concreción el perfil y las funciones del Defensor del Pueblo, resultaría interesante apuntar –aunque sea liminarmente- que este “defensor social”, según la terminología acuñada por Quiroga Lavié, debe ser estudiado, a nuestro entender, desde el cristal de la libertad y la “defensa” de la legalidad más que del “control” de la legalidad. Pues –más allá del ludo o giro lingüístico-, esta cuestión para nada bizantina, resulta, sin dudas, la piedra angular del derecho constitucional y del derecho administrativo
[7]: léase, la protección del ciudadano
[8] contra el ejercicio irregular o abusivo de la función administrativa. Resulta, por lo tanto, de vital importancia visualizar dicha institución desde el pórtico del Estado de Derecho, Constitucional y Democrático, anteponiendo y orientando la libertad humana –y los derechos particulares que la reconocen- en contraposición al Estado y el poder que dimana (pues ha sido, precisamente, el derecho –o mejor dicho, determinada concepción del mismo, de la cual hemos abrevado en forma inveterada- como práctica discursiva operando dentro de un contexto histórico-social determinado, el gran legitimador del poder: el que habla, convence, persuade, seduce, impone, autoriza, registra, sella, rubrica, refrenda, instituye y faculta a decir, o bien, a hacer. En este sentido, estamos ante una formidable construcción metonímica en tanto se ha presentado –discursivamente- como “totalidad”. En concordancia y con mayor crudeza, Gordillo nos recuerda: “nadie dice abiertamente que el Estado lo es todo y el individuo nada”
[9].
Así las cosas, la clave de bóveda para neutralizar la denunciada tensión –y conflicto permanente- entre la autoridad y la libertad (Estado e individuo) será agudizar al máximo los mecanismos que propendan a la defensa irrestricta de los derechos humanos contra el ejercicio abusivo e ilegal de la función administrativa; mientras no haya una adecuada protección de los ciudadanos en defensa de la legalidad que logre el equilibrio anhelado (que no es necesariamente igualdad), no habrá Estado de Derecho posible. Huelga aclarar, asimismo y bajo dicho lineamiento, que la neutralidad de
la Administración no debe significar una asepsia valorativa pues como poder público se encuentra –justamente- sujeto a la Constitución
[10] y al ordenamiento jurídico. Desde allí deberá ser abordada la actuación de este nuevo actor institucional cuya función resulta indispensable para la defensa de los derechos humanos.
2. La división de poderes y el Defensor del Pueblo
Bajo dicha línea de pensamiento es dable ubicar la figura del Defensor del Pueblo dentro del contexto de la llamada “transferencia de poder y control” a partir de la última reforma constitucional.
Recordamos que “la reforma constitucional respondió a cinco grandes ideas-fuerzas: 1) la consolidación y perfeccionamiento del sistema democrático; 2) la obtención de un nuevo equilibrio entre los tres órganos clásicos del poder del Estado; 3) la promoción de la integración latinoamericana; 4) un mayor reconocimiento de ciertos derechos de las personas o de sus garantías específicas; y, 5) el fortalecimiento del régimen federal”
[11]. Dentro de esta inercia reformista encontramos a este procurador o representante del ciudadano, gestor de los intereses de los administrados y en general de los no representados o insuficientemente representados frente a los poderes públicos. De allí, el órgano público independiente se constituye, se sostenía mucho antes de la reforma de 1994, “para gestionar dichos intereses y vigilar a la administración en los abusos que pueda cometer frente a los administrados y en general de controlar el inoportuno o mal ejercicio de la función administrativa. Con esta institución se otorga una cierta voz y una cierta potestad indirecta a quienes de otro modo, a través de los medios usuales de participación y control de y en la administración pública, podrían no tener quizá acceso eficaz al control del poder”
[12]. Dichos grupos desaventajados
[13] han de ser protegidos, precisamente, con real ímpetu y especial celo jurídico por parte del Defensor del Pueblo.
Así fue que en el caso “Defensor del Pueblo de
la Nación c. Estado Nacional y otra”
[14], se promovió acción de amparo contra el Estado Nacional y la provincia de Chaco para que adopten las medidas necesarias para modificar la condición actual de vida de los habitantes de la región sudeste del departamento General Güemes y noroeste del departamento General San Martín de esa provincia, debido a las sistemáticas y reiteradas omisiones en que habían incurrido los demandados en prestar la debida asistencia humanitaria y social
[15]. Como medida precautoria el Ombudsman solicitó que se cubran las necesidades básicas de la población en crisis: asistencia médica, medicamentos, alimentos y agua potable, equipos para la fumigación de plagas, ropa, frazadas, colchones, etc. El cimero tribunal nacional concedió la medida, haciendo lugar al pedido, en virtud de encontrarse en juego la vida e integridad física de las personas.
Dicho fallo –podríamos anotar- se enrola dentro del llamado activismo judicial
[16] que parece conmover –para cierto sector- los propios cimientos de la clásica tríada del Poder, y que se inserta dentro del nuevo bloque de constitucionalidad respecto, según comentamos, de los derechos humanos. Dicho proceso ha sido cristalizado, especialmente, desde la consolidación de la última composición de
la Corte Suprema de Justicia de
la Nación (CSJN, en adelante), vislumbrándose “la existencia de una
nota común transversal a diversos pronunciamientos y decisiones …: (y) su tendencia a potenciar su poder como cabeza de una rama de gobierno del Estado mediante el recurso a pronunciamientos nomogenéticos, lo cual ha sido calificado como activismo de
la CSJN”
[17], para referirse a una actitud en la práctica que coloca el acento en la participación directa, intensa y continuada que impulsa y guía, innovadoramente, el accionar del gobierno. Tal activismo, horizontalmente, gana espacio porque
la Corte ingresa con osadía en la composición o respuesta de fondo de las controversias
[18]. Parecería, en definitiva, que estamos ante un hiato profundo, en el cual los derechos humanos se imponen como una suerte de “potencia cismática que mueve a indagar si estamos ante el advenimiento de un nuevo modelo institucional donde –de modo paradojal- el poder contramayoritario –quizás como una manifestación del desencanto por los efectos de la expresión de la voluntad popular afirmada en el sufragio- recibe las demandas de la comunidad en aquellas materias que hacen al respeto a su dignidad y al libre desarrollo de sus integrantes”
[19]. Tampoco tenemos garantías de que un Poder Judicial así organizado se constituya en un efectivo valladar que contenga –a modo de dique democrático- “el potencial despotismo mayoritario o la defensa de los grupos más débiles”, en palabras de Tushnet.
El Derecho Público ha recibido cambios importantísimos; así, encontramos, en el campo de
la Constitución que “el estatuto del poder está mudando en lo que respecta a los controles a las decisiones de las mayorías, la noción de democracia intermedia permanente que permite la actuación ciudadana continua, y la acentuación de los controles que ejerce el Poder Judicial a través de la reducción de las cuestiones no judiciables; el estatuto del ciudadano ha recibido el aporte de los derechos fundamentales que han revolucionado los textos constitucionales; la interpretación constitucional y el sistema de fuentes se han transformado en un tema de primerísimo orden; la textura de la norma constitucional está siendo reinterpretada en relación al multiculturalismo y la diversidad”
[20]. Esta es la situación actual del derecho público desde –y en- el cual debe operar jurídicamente nuestro Defensor del Pueblo. Por ello, el Derecho debe ser enfocado en el acceso y establecer el umbral del mismo: el problema actual es que hay personas que no tienen trabajo, ni ingresos mínimos, ni educación, y quedan excluidos del sistema, con lo cual tampoco pueden gozar de bienes jurídicos. Naturalmente la solución parte del Estado, organizando instituciones más inclusivas. Sabido es que los bienes económicos, culturales, y también los jurídicos, no son accesibles a grandes grupos poblacionales que han quedado fuera del mercado. Y, precisamente, resulta interesante observar que la mayoría de las instituciones del Derecho fueron diseñadas sin tener en cuenta este problema ya que, en el derecho clásico, la propiedad, el trabajo, el contrato o la responsabilidad fueron instrumentados por los sectores sociales con amplio acceso a esos bienes: por esta razón se piensa en el individuo “ya instalado en el bien”. Hoy, existe un umbral de entrada –o acceso- al Derecho que importa la exclusión de grandes grupos de personas: no todos llegan a ser propietarios, contratantes, trabajadores o actores en un proceso
[21]. Pues estas “exclusiones” (en términos derridianos) permanecieron ocultas bajo nuestros esquemas mentales (Derecho Clásico,
mutatis mutandi) ya que es el modo de ver el que (nos) impide ver y cuando éste cambia (aporte de los derechos humanos y su valiosa operatividad o penetración normativa), aparecen otras evidencias (derechos de las minorías, discapacitados, mujeres, pobres, refugiados, desocupados, etcétera).
De allí que sea tan importante re-valorizar la figura del Defensor del Pueblo y que la misma “deje de ser una institución conocida y utilizada solamente por sectores medios y altos para convertirse en un verdadero protector de los derechos humanos de todo el pueblo”
[22]. Un Defensor del, por y para el Pueblo.
Retomando la idea inicial dable es señalar –bajo la mirilla de la transferencia aludida- que
“la división o tríada de poderes evita la concentración de todas las funciones del poder en un órgano único, que degeneraría en tiránico. Y al evitarla, favorece la libertad. Esta es la “ratio” de la doctrina divisoria: distribuir el poder en varios órganos, con funciones propias cada uno, a modo de límite interno que contenga al poder en defensa de la libertad de los individuos”[23]. En otras palabras, el control del poder se logra por su división entre distintos órganos, no para aumentar la eficacia del Estado, sino para limitarla poniendo límites a su accionar: “que el poder detenga al poder”. Esta idea –la fractura del poder como técnica de reparto competencial- finca, desde ya, en que nadie pueda controlarlo todo.
Es decir, la acumulación de todos los poderes (legislativos, ejecutivos y judiciales), en las mismas manos, sean éstas de uno, de pocos o de muchos, hereditarias, autonombradas o electivas, puede decirse con exactitud que constituye la definición misma de la tiranía
[24].
Dentro de dicho contexto se ha producido –siguiendo a Gordillo- una transferencia de poderes hacia nuevas autoridades independientes con rango constitucional, a saber: el Defensor del Pueblo de
la Nación,
la Auditoría General de la Nación
[25], el Consejo de
la Magistratura, el Ministerio Público, los entes reguladores de servicios públicos (privatizados) u otras actividades económicas. Todas estas instituciones tienden a mitigar o reducir –en definitiva- la constitución de reductos exentos y no fiscalizables de la actuación estatal, amplificando el abanico de herramientas disponibles a tal fin en cabeza de los ciudadanos y el respeto de sus derechos e intereses.
La función primordial de estos organismos delegados del Congreso es “controlar la eficiencia y legitimidad del accionar de la administración pública, en especial en lo que respecta a la protección de los derechos humanos de los administrados”
[26], más allá de los procedimientos administrativos y judiciales respectivos.
3. Antecedentes
La figura bajo análisis tiene, ciertamente, origen en fuentes normativas foráneas. Tal cuestión (utilización del derecho extranjero en el derecho público argentino) ha sido objeto de una abigarrada crítica por parte de la doctrina autoral. Así, por ejemplo, se ha dicho que la
“copiosa libación en las fuentes extranjeras, muchas veces pertenecientes a regímenes totalmente disímiles entre sí, es propia de todas nuestras disciplinas jurídicas por haberse formado sobre modelos foráneos –de “caleidoscopio” califican Gambaro y Sacco el origen de las normas argentinas-; enriquecedor en muchos casos, el recurso continuo al derecho extranjero, cuando no se ha tenido en cuenta su compatibilidad con nuestro sistema jurídico, puede ser causa de confusión y aun de equivocaciones”[27]. Dicha preocupación doctrinaria, en el marco de una reforma constitucional, como la que incorporó la institución aquí analizada, ha sido la de sostener que éstas se enfrentan con un problema grave, que amenaza su éxito, cuando ellas quieren incorporar elementos que son ajenos al “cuerpo” institucional a partir del cual están organizadas. Decir esto –sostiene Gargarella
[28]-, sin embargo, no implica afirmar otras dos ideas –rechazadas por éste-, como las siguientes: “i) que, en principio, es normativamente objetable la “importación” de instituciones distintas de las propias o dominantes; o ii) que, en caso de producirse, dicha “importación” tiende al fracaso (las instituciones “importadas” tienden a no funcionar)” o que tal uso socave –en definitiva- “nuestra capacidad para desarrollar los recursos que necesitamos para tomar decisiones propias ni que a través de dichas operaciones se ponga en crisis nuestra identidad constitucional”. No obstante, “bajo determinadas circunstancias, ciertas “importaciones” o “injertos”, tal vez deseables, van a tender a fracasar, por lo cual, y en la medida en que tengamos buenas razones para incorporar aquellas instituciones nuevas, nos conviene re-pensar la manera en que tradicionalmente procedemos al intentar el “injerto” de mecanismos novedosos para nuestro sistema institucional”
[29]. Y, especialmente, en términos políticos e institucionales, tenemos que preguntarnos si el entramado existente tiende a favorecer o a trabajar en contra de las nuevas instituciones propuestas. Posiblemente sea hora de analizar si el desempeño del Defensor del Pueblo ha sido –hasta aquí- el deseable y si se corresponde con las intenciones de los constituyentes respecto del perfil adoptado en la reforma, o bien, que los controles pretendidos hayan sido nulos y el sistema se haya “transformado –directa o indirectamente- en (inofensivos) placebos institucionales”
[30]; esto es:
“un mecanismo de acción política (individual o colectiva) con objetivos establecidos en un texto regulador en el marco de una estructura institucional y un sistema político. Los objetivos son acompañados con atribuciones, una distribución de competencias determinada. En definitiva, es una institución con facultades establecidas en un texto constituyente (Constitución, ley, resolución, decreto, etcétera). Ahora, todas ellas pueden ser observadas como meras capacidades retóricas, a lo sumo, capacidades discursivas (del derecho o del poder). Dicha institución … no tiene poder sino por sugestión. Expresa su poder (de diversas maneras) pero, tácticamente e incluso comunicativamente, puede existir un vacío de capacidad institucional en la dinámica sistémica. Una incapacidad para imponerse institucionalmente. Su fuerza es falsa ya que el único efecto que puede llegar a obtener es un efecto placebo. Cuando los demás actores institucionales son … conscientes de la fragilidad, debilidad o ineficacia de la acción (autónoma o asistida) de dicho actor institucional, sus acciones, efectos e incidencias pasan al campo de la retórica carente de capacidad institucional para actuar (contrapesar, controlar, frenar, proteger derechos, etcétera)”[31]. Lo que se reclama, en definitiva, es –dice Gargarella- asumir responsablemente los compromisos públicos que se han declarado, recuperar el sentido común del constitucionalismo, y abandonar, finalmente, la retórica falsa o descomprometida del reformismo.
Si bien el Defensor del Pueblo nació en Suecia durante el siglo XIII, ha sido su presencia un elemento bastante perdurable en el derecho constitucional comparado de posguerra
[32]. Muchos sistemas, sobre todo los iberoamericanos, adhirieron entusiastamente a la nueva figura, creyendo que su actuación iba a corregir las crónicas falencias que aquejaban a la actividad administrativa fruto de la pesada herencia hispano-indiana
[33]. Vanossi –en cambio- alertaba, oportunamente, contra la creación de exageradas expectativas sobre la actuación del Defensor del Pueblo
[34].
De hecho, y a raíz de su origen, la palabra Omudsman sólo encuentra explicación, según Gil Domínguez, en dicho idioma nórdico: significa representante, comisionado, protector del Parlamento o Congreso
[35]. En fin, el Ombudsman es el protector de los derechos del hombre en sus relaciones con el Estado, y en especial, con la administración pública. Bajo similar lineamiento se sostiene (más acá) que los derechos humanos no son para, sino contra el Estado (doctrina plasmada por
la CSJN en los precedentes “Giroldi”, “Bramajo” y “Arce”), con lo cual desde un órgano “extrapoder” (pero perteneciente, paradójicamente, a la órbita institucional del Estado –pues sin formar parte del Poder Legislativo “le pertenece”- y, además, con rango constitucional
[36]), se protegerán los derechos humanos y la defensa de la legalidad, corroborando, pese a ello (pequeña digresión respecto de su ubicuidad institucional: existen diversos sistemas de designación a nivel comparado
[37]), el aserto respecto de la monopolización de los derechos humanos en cabeza de los individuos (y siempre contra el Estado).
4. Características de nuestro Ombudsman
Desde el punto de vista que tomamos para analizar y encuadrar la función que titulariza el Defensor del Pueblo (anteponiendo, recordamos, el valor libertad y derechos humanos y haciendo real hincapié en la defensa de la legalidad más allá del control
[38], del cual, no obstante, nunca será un convidado de piedra a tenor de la manda constitucional respecto de su fortísima misión institucional), importa oportuno destacar el rol fundamental que ostenta nuestro Ombudsman como eficaz instrumento para la protección de los derechos de las personas frente al accionar irregular de la administración (tomada en sentido lato
[39]) que irroguen violaciones hacia los mismos.
En resumidas cuentas, el Defensor del Pueblo es un órgano independiente (en tanto no recibe instrucciones de ninguna autoridad) con plena autonomía funcional. Tiene competencia
preventiva y
reparadora. En su faz “preventiva” genera investigaciones, formula críticas, emite opiniones, recibe denuncias. En cuanto a la competencia “reparadora” se patentiza en que puede peticionar y demandar ante los órganos administrativos y jurisdiccionales; en síntesis, se manifiesta en la legitimación procesal
[40] (activa) que dispone expresamente la Constitución
[41].
Es decir, en el ejercicio de las misiones o funciones que
la Constitución Nacional –y la ley- le encomiendan, el Defensor del Pueblo, puede: a) Iniciar y proseguir de oficio una investigación; b) recibir denuncias y suscitar la exploración pertinente; c) involucrar en ello a cualquier repartición de la administración pública nacional (en todo el territorio del país) y a las empresas
prestadoras[42] de servicios públicos, aun las privatizadas, en relación a los siguientes temas: 1) mal funcionamiento; 2) ilegitimidad; 3) falta de respuesta a reclamos efectuados; 4) mala prestación, atención o trato; 5) insuficiencia de información; 6) violaciones a los derechos humanos, del usuario y del consumidor; 7) cuestiones atinentes a la preservación del medio ambiente.
Por ello, lo que el Defensor del Pueblo debe procurar es la corrección de los sistemas o mecanismos, normas o regulaciones, prácticas o costumbres, que por su carácter genérico sean las causantes de las violaciones concretas y particulares. Entonces, más que su actividad en la solución de controversias particulares, interesa a la colectividad que ellas le permitan detectar el disfuncionamiento sistemático de las administraciones o de los licenciatarios o concesionarios de servicios públicos
[43].
Bajo dicha inteligencia, podría resultar interesante –posiblemente- que el Defensor del Pueblo encuentre un canal idóneo –con resorte normativo en la ley 24240- para cumplir sus funciones mediante el uso de un procedimiento alternativo de resolución de conflictos no adversarial (por caso, la mediación), a los fines de crear una situación de conciliación que facilite la comunicación entre los consumidores y las empresas de servicios públicos, colaborando en otorgar un marco de concordia a los reclamos de parte de los usuarios y consumidores y evacuar las disidencias existentes sobre la prestación del servicio.
5. Legitimación Procesal
El artículo 86, segundo párrafo, de la Constitución Nacional, otorga expresamente legitimación procesal al Defensor del Pueblo. Entonces, éste posee legitimación para estar en juicio. Dicha actuación no importa que quede –claro está- excluida la parte afectada.
Resulta necesario traer a colación lo que dispone el artículo 43, CN, en materia de amparo colectivo toda vez que allí aparece la legitimación activa en cabeza del Defensor del Pueblo juntamente con el afectado y las asociaciones que propendan a los fines del colectivo y se encuentren debidamente inscriptas. Es decir, que esta norma le concede legitimación procesal activa en resguardo de los derechos de incidencia colectiva. Los denominados “bienes públicos” han adquirido notoria relevancia tras la reforma constitucional: el medio ambiente, la competencia, los derechos que protegen al usuario y al consumidor, la información, la salud, la libertad, etcétera. El bien colectivo, según Lorenzetti, presenta –sucintamente enunciadas- las siguientes características: a) indivisibilidad de los beneficios (el bien no es divisible entre los que lo utilizan: tiene “carácter no distributivo”
[44]), b) uso común sustentable (puede ser usado por todos los ciudadanos), c) no exclusión de beneficiarios (todos los individuos tienen derecho al uso), d) status normativo (recepción normativa: debe tener un reconocimiento deontológico
[45]; su protección debe estar ordenada), e) calificación objetiva (designación normativa objetiva), f) legitimación para obrar difusa o colectiva (estos bienes son protegidos mediante una amplia legitimación para obrar, que se otorga, entre otros, al Defensor del Pueblo. Es “difusa” cuando se refiere a cualquier afectado y es “colectiva” cuando se refiere a una agrupación, g) precedencia de la tutela preventiva (secuencia imperativa: primero prevenir, luego restituir, y si no quedan opciones, reparar el daño causado), resarcimiento a través de patrimonios de afectación, h) ubicación en la esfera social
[46].
La competencia habilitante para representar en juicio los derechos de incidencia colectiva por parte de nuestro Defensor del Pueblo es fuertemente
democratizadora, pues constituye un medio más de acercar a los estrados judiciales a las personas que por carecer de conocimientos, tiempo o recursos económicos, estuvieran en posición de desventaja para reclamar por la violación de los derechos de incidencia colectiva
[47]. Y con ello, transformar un proceso de efectos binarios (entre el ofendido y el ofensor) en uno de efectos múltiples (entre los ofendidos y la institución ofensora), en atención a que los derechos colectivos están destinados, precisamente, a proteger bienes públicos.
Así fue que en la acción de amparo promovida en representación de todos los afectados (ante la posible indefensión de los ahorristas) por las disposiciones que originaron el llamado
corralito financiero (indisponibilidad de los ahorros en el circuito financiero y el cambio de la moneda de origen –“pesificación”- en que se habían pactado los contratos bancarios), en aras de obtener una declaración genérica de inconstitucionalidad, tanto en primera como en segunda instancia se le reconoció legitimación procesal al respecto al Defensor del Pueblo
[48]. Es del caso remarcar que nos encontrábamos ante derechos de propiedad (esto es: derechos subjetivos personales de primera generación), cabiendo la pregunta acerca de si la legitimación concedida constitucionalmente al Defensor del Pueblo alcanza a la defensa procesal de los derechos de la propiedad –y contractuales- conculcados gravemente. Más todavía, si pensamos en la histórica reticencia judicial para conceder legitimación sin acreditar derechos propio y perjuicio individual para poder estar en juicio y constituirse en parte. Dicha situación nos plantea seriamente re-discutir, en definitiva, cuál es la posible actividad del Defensor del Pueblo para llevar adelante la manda constitucional (dicha evaluación prospectiva deberá hacerse, en palabras de Pierre Bourdieu, “echando mano del conocimiento de lo probable para provocar el advenimiento de lo posible”), y evitar que el accionar del funcionario, tan loable ciertamente, devenga en mera declamación carente de real incumbencia y fuerza en el mundo de los hechos donde transcurren aciagamente los derechos humanos. Con ello, decimos que sería plausible que las limitaciones de índole formal (procesal: por caso, redimensionar la condición de “parte” en el proceso) no culminen frustrando la finalidad constitucional bajo muletillas que enmudezcan la misión el Defensor del Pueblo
[49].
En cambio, en la causa que tenía como afectados a los deudores hipotecarios que solicitaban la suspensión de todos los procesos judiciales en los cuales se estaban ejecutando créditos hipotecarios de vivienda única, no corrió con la misma suerte y fue denegada por
la CSJN su participación reconociendo expresamente que no existía caso o controversia judicial sino sólo planteamiento genérico
[50]. Empero, en “Frías Molina, Nélida N. c. Instituto Nacional de Previsión Social” (1995),
la CSJN expresó que el Defensor del Pueblo carece de competencia –a la luz del art. 86, CN, y los artículos 14, 16, y 21 inciso b) de la ley 24284 modificada por la ley 24379- para formular exhortaciones al Tribunal sobre las
causas en trámite[51]. Ante la negativa de
la CSJN que desconoció de plano la competencia del Ombudsman, éste presentó una comunicación a
la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Finalmente, y a instancias de dicha comunicación, se obtuvo la sentencia por parte de
la Corte. Abriendo un pequeño paréntesis aquí, es dable señalar que la legitimación trasnacional del Defensor del Pueblo se encuentra controvertida –o mejor, es debatida- por la doctrina
[52].
Los casos “Corralito” y “Mondino” podrían visualizarse, en puridad, bajo la aparente semejanza –introducida, ciertamente, por nuestra doctrina
[53]- entre el amparo colectivo (receptado por nuestra Constitución Nacional tras la reforma de 1994) y las acciones de clase
[54]. En tal caso, y siguiendo nuevamente a Gelli, “… ¿corresponde la legitimación procesal del Defensor del Pueblo para demandar por toda la categoría y obtener, así, una declaración genérica de inconstitucionalidad? Quizás ante la multiplicidad de los procesos, el agobio de los tribunales en la circunstancia y el dispendio de todo orden que se produjo, una acción de clase hubiera ahorrado muchos esfuerzos y costos
[55]. Aquí anotamos que “los derechos de incidencia colectiva que generan algunas dudas, perplejidades y dificultad de tratamiento son defendidos generalmente por vías extraordinarias como la del amparo”. Por ello, “certificar una clase desnaturalizaría totalmente este procedimiento” pues “la filosofía de la acción de clase es la construcción artificial de un grupo con el fin de que sus miembros tengan incentivos suficientes (que responde a dos tipos de litigación: la referida a pequeños reclamos y la referida a daños masivos:
“small claims and mass torts”) para reclamar por la compensación de daños, en general. Para nosotros si se tratara del caso de defender derechos fundamentales colectivos no haría falta “clasear” al grupo, pues, es lo que se ha hecho legislativamente al proteger un bien público”
[56].
Por ello, sostenemos que el amparo como
cauce de las pretensiones colectivas produjo, sin lugar a dudas, una verdadera revolución respecto del papel que representa, actualmente,
la Judicatura, y que trasciende el mero control (con matices en cuanto a su intensidad y alcance
[57]), vigorizando en extremo su “rol de co-gobierno”, al pretender indicar al Congreso que debe dictar (“Badaro”, 2006), reformar
la Constitución (“Brusa”, 2003), tomar decisiones de política económica (“Massa”, 2006), de política carcelaria (“Lavado”, 2006), legislar en materia de procedimiento judicial de la seguridad social (“Itzcovich”, 2005), instalar servicios públicos (“Defensor del Pueblo de
la Nación c. Estado Nacional y otra”, 2007), entre otras cuestiones
[58]. Dichos antecedentes han conmovido la conciencia jurídica desde un enfoque que antepone preeminentemente la fuerza moral de los derechos humanos en la confección del entramado del poder.
Más acá, el Defensor del Pueblo de la Nación en observancia del mandato constitucional respecto de su función en el control de la función administrativa
pública cuyo alcance se extiende, claro está, a los entes prestadores de servicios públicos y –asimismo- a las agencias reguladoras, promovió sendas acciones judiciales vinculadas a declarar la nulidad de aquellas resoluciones administrativas que habían creado cargos tarifarios por consumo en exceso (en el caso del suministro de energía eléctrica y servicio público de gas natural), actuando en representación de los derechos de incidencia colectiva de los usuarios y consumidores prestatarios de dichos servicios públicos, con la finalidad de que sea declarada la inconstitucionalidad de las medidas adoptadas por el poder público, permitiendo –proceso cautelar mediante en el marco de un proceso de conocimiento- que los usuarios afectados por el cargo tarifario puedan abonar las facturas excluyendo el mismo (entendiendo, en todo caso, dicho pago “a cuenta”) y en caso de falta de pago del cargo que las empresas se abstengan de suspender, interrumpir o cortar el servicio público afectado
[59].
6. Breve conclusión
Coincidimos con Gelli en cuanto creemos que sería fatal para la institución si se convirtiera en un “juguete político” o si sus operaciones fueran vistas como partidarias o inquisitoriales, ofensivas al gobierno, la burocracia política o importantes sectores del público. Ya que el Defensor del Pueblo no es amortiguador de disputas políticas; sólo un colaborador crítico (no su contradictor efectista) de la Administración Pública, quien debe agotar sus esfuerzos por perseverar en una gestión mediadora entre el gobierno y el individuo o grupo de individuos afectados y/o perjudicados. Tampoco nos parece que el cargo de Defensor del Pueblo sea conducente o culmine sirviendo de catapulta política.
Sería interesante –de lege ferenda- que sea nombrado a propuesta de los partidos opositores con representación parlamentaria con el fin de reforzar la independencia del mismo y dotar de mayor peso específico su rol fundamental en materia de defensa –y control- del bloque de legalidad. O bien y sin perjuicio del rol de la oposición en la proposición, sería interesante, asimismo, instrumentar un procedimiento que contribuya a la transparencia del cargo.
Así, y para mayor abundamiento, sería plausible –por ejemplo- la designación por concurso público de antecedentes, oposición y entrevista ante el pleno del Congreso, el que elaboraría una terna, en la cual debería, a nuestro entender, dársele participación (con voz y voto) a las Organizaciones No Gubernamentales (ONG, en adelante), registradas debidamente en el Centro Nacional de Organizaciones de la Comunidad (CENOC) en tanto instrumento de gestión del Consejo Nacional de Coordinación de Políticas Sociales de Presidencia de la Nación, y en virtud de la directa vinculación que tendrá en su quehacer funcional el Defensor del Pueblo respecto –por ejemplo- de los consumidores y usuarios de servicios públicos. En fin, sería loable que se adoptara un mecanismo que dotara de mayor independencia de criterio posible respecto del poder político de turno y factores de presión. Asimismo, que acredite en cabeza del postulante una proba solvencia ética y versación o reconocida trayectoria y compromiso en el ámbito de los derechos humanos. Dicha cuestión de ejemplaridad deviene esencial si consideramos que las recomendaciones formuladas por el Defensor del Pueblo no son vinculantes ni cuenta dentro de sus competencias de poder coercitivo para poder imponerlas, con lo cual la legitimidad de su accionar dependerá –en directa relación- con el prestigio y falta de cuestionamiento de la que sea objeto éste.
De esta forma, el Defensor del Pueblo asumiría con el aval necesario para poner en funcionamiento las herramientas provistas por la técnica constitucional a partir de la reforma del año 1994 que se corresponden indudablemente con el ideario constitucional –verdadera “carta de navegación”, al decir de Nino, en sintonía con la aspiración alberdiana- al abrigo de los derechos humanos y su esperada consolidación institucional. Con ello, contribuiremos a la concreción –o bien a su aproximación- de dos grandes ideales:
“el ideal liberal del respeto de los derechos y garantías del individuo, y el ideal democrático de la participación en las decisiones públicas de toda la ciudadanía”[60].
En esta hora del Bicentenario de nuestra Nación, sería saludable que comencemos a tender y construir puentes en lugar de levantar muros; y que fortalezcamos las instituciones que propenden a la libertad del individuo, revitalizando la idea misma del derecho diseñado como límite al Poder (antes del rey, ahora del Estado).
Tales mecanismos evitarían, en cierta forma, que el Defensor del Pueblo se convierta en “defensor del puesto”, aventando la posibilidad de que su valiosa misión constitucional sirva de trampolín a cubrir –como ya ha acontecido, lamentablemente- apetencias políticas personales de espaldas a su encomiable misión en defensa y protección de los derechos humanos ante el ejercicio irregular o abusivo del Estado y de quienes ejercen, finalmente, funciones administrativas públicas. Y, que más allá del puesto, tenga mejor suerte que Barnabás…